domingo, 4 de octubre de 2009

mala broma

estuve mucho tiempo muy tiste por la muerte del cotorro. era demasiado verde, demasiado celeste como para no amarlo mucho. de vez en cuando me regalaba alguna de sus plumas maravillosas y tornasoladas por entre las rejas blancas de su jaula. las soltaba en un brusco movimiento de sacrificio y terminaba con la sublime caída al suelo de la pluma; entonces yo la juntaba y la ponía en un florero junto con las otras. tenía ciclos, estaciones. tenía sus otoños y sus primaveras. sus inviernos tiritantes y sus veranos de pachorra. no sólo era un decorado magestuoso, un atundo del espacio admirable por cualquier punto en el centro del jardín techado, sino que también era una companía del todo fresca. qué mejor que despertar abrazada de un silvido armónico, máscara perfecta de la naturaleza, de mi naturaleza que con tanto esfuerzo había armado dentro de mi casa, dentro de un invernáculo dentro de una ciudad grisácea y caótica. era un servidor musical. un despertador que obligaba a saltar de la cama con el pie derecho. mis dos pies eran derechos cuando el cotorro me despertaba.
diego me preguntaba que por qué no le ponía algún nombre al animal; yo le respondía siempre que así era más natural, un ave sin un nombre, como su madre hubiera querido.
diego me preguntaba que de dónde era, que no parecía ave de este continente, pero la verdad es que yo no sabía desde dónde me la había traído el viento pero me gustaba decir que era de Semsinia, por allá, de los lejos lugares invisibles.
comía a mi lado y sabía mirarme con amor y agradecerme el alcornoque triturado que le daba de comer. hasta que un día se murió.
el veterinario me dijo que era una infección pulmonar que había robado del clima; que posiblemente ese era el destino de todos los cotorros tornasolados en un clima tan seco como el de esta ciudad hundida.
le pedí de favor a diego que se encargara del entierro del pobre exiliado; lo convencí de que se me haría imposible meterlo en una caja de cualquier marca de zapatos y hundirlo debajo de alguno de mis arbolitos. prefería no saber en cuál de todas las tierras subterráneas de mi invernáculo había quedado, así podía seguir mirando a todas las flores con el mismo amor, con el mismo sentimiento sin tener que aludir a alguna de ellas el cadaver de mi pájaro. tampoco quería que reposara su alma en otro hogar, en algún parque populoso. diego lo hizo y le estuve agradecida.
lloré muchos días, muchos meses. de verdad quería al cotorro.
diego pasó muchas de sus tardes conmigo mientras yo no dejaba de humedecerme, e inevitablemente, de humedecerlo a él también. me abrazaba y tomabamos helado de queso. lo creía demasiado generoso y tolerante. él nunca quiso al cotorro y nunca pudo entender el aprecio platónico que yo le tenía.
un día me regaló un perro. un perro que nada tenía de especial. era igual a los otros perros. babosos, ladraba y comía cualquier cosa con una sonrisa sobre los dientes. se llamaba Rodrigo y era negro y yo le contaba del cotorro que alguna vez había tenido y que él jamás alcanzaría a suplantar, pero parecía que rodrigo no me entendía porque no dejaba de mover la cola pese a mis reproches.
aprendí, a pesar de mis esfuerzos polares, a sentir menos dolor dentro la jaula vacía. los meses anesteciaban un poco mi memoria y oscurecían de a poco el brillo de las alas del cotorro. silenciaban el canto y mecanizaban sus movimientos que alguna vez habían sido siderales.
y sumida en otros mantos pensamientos llegué entera al mes de noviembre y conmigo el día de muertos.
diego me convenció de que salieramos a alguna fiesta, que la noche se ponía divertida, pero yo no estaba tan segura de tener ganas. acepté después de que me aseguró que sería una velada íntima y gustativa y si queríamos después iríamos ebrios a alguna ronda de baile. fui a su casa del pasaje estrecho que esa noche estaba atestado de un humo suave y con olor a esponjado de naranja. entré complacida, con el paladar radiante y a la espera de sambullirse en el mar de textura como de seda y el sabor frágil del esponjado de naranja que diego hacía como un dios.
me contó algunas historias, leyendas y tradiciones de aquel día de muertos. me aseguró de que no era halloween y dejó el esponjado de naranja en el centro del espacio que nos separaba.
- esto es así, cada uno se va sirviendo del esponjado con los ojos vendados, de a turno, primero vos y después yo. o si querés empiezo yo. el juego consiste en que el que encuentra la calaca en su boca es el homenajeado en eeste día de muertos. es el que recibe los provechos espirituales, espectrales. no te asustes, nada de poseciones. simplemente es una tradición que cargaba con muchos significados y connotaciones festivas. querés jugar?
si, claro que si quería jugar. el vapor que el esponjado transpiraba me espiralaba las entrañas de placer.
nos vendamos los ojos y en silencio comimos de a cucharadas entre tímidas y disfrutadas, cada uno de los pedazos del esponjado. hasta que se subió a mi última cucharada un pedazo de esponjado con la calaca mezclada. cuando me la metí en la boca comprendí que había ganado, que había sido la homenajeada del día de muertos. me desvendé los ojos y vi un pico ceniciento y el hueco de unos ojos tan pequeños y redondos que me hicieron gritar del espanto. lloré sin darme cuenta. grité cosas que ni parecían en español, odié a diego durante toda mi vida por aquella mala broma.

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me gusta mucho el chocolate, desperezarme, estornudar, odio la batata, me marean los videos caseros, me gusta cerrar los ojos, me gusta la villavicencio más que las otras aguas minerales, el olor a humedad,la luz de los veladores, las manos , me gusta marihuana, me gustas tu,las manos huesudas, yollotl, las hilachas, la cuadra con sol, mi dedo pochi,desperezarme denuevo, el principio de las canciones, el ruido de las chicharras, el del afilador, los escalosfríos, yollotl, el corazón del alcaucil, nosotros juntos, el hilo, leer, las cinco de la tarde, me gusta desayunar, merendar, almorzar, no me gusta el frio, me gusta cenar, no me gusta no soñar,